viernes, 14 de octubre de 2016

Cómo doblegar al Congreso

O P I N I Ó N

                            Jesús Rojas Rivera 

Tengo por costumbre leer versos de Guadalupe Amor antes de dormir, procuro sea, a lo mucho, uno o dos por semana. Traigo esto a memoria porque justo estaba terminando de leer “Feliciano me adora...” cuando llegó al correo de un servidor el resumen diario de noticias vespertinas, y varias notas señalaban que la titular del Instituto Sinaloense de las Mujeres comenzaba una “revolución” por el nombramiento de un hombre en la presidencia de la Comisión de Equidad, Género y Familia.
 
A la mañana siguiente aparece publicado un desplegado con varias firmantes, muchas de ellas reconocidas mujeres de lucha y de voz muy completa en temas de la feminidad, adjuntas también firmas de organizaciones de otras entidades del país, algunas que, sinceramente, nunca en mi vida he escuchado. La carta pública decía palabras más, palabras menos, que el nombramiento de un hombre en la presidencia de una comisión de mujeres era un retraso a los avances en materia de igualdad entre los géneros. De nuevo firmaba la titular de una dependencia gubernamental.
 
El insistente protagonismo de Elizabeth Ávila Carrancio me llamó la atención, y comencé entonces a sostener lo que me es propio hasta ahora: la titular de la dependencia gubernamental estaba confrontando abiertamente una designación del cuerpo legislativo, en una atribución que le es exclusiva. Por ende, una dependencia del Poder Ejecutivo estaba interfiriendo directamente con las facultades del Poder Legislativo. 
 
No profundizaré en si las mujeres que protestaron airadamente tenían razón o no en sus postulados, eso es asunto accesorio propio de la sociología y la antropología, me enfoco, más bien, en un tema que es natural de la Ciencia Política llamada división de los poderes del Estado. Máxime cuando en nuestra entidad, la legislatura pasada dejó mucho qué desear respecto a su comportamiento como órgano garante de esta premisa fundamental para la democracia.
 
Así pues, he externado públicamente mi preocupación por el precedente que la 62 Legislatura dejó al supeditar una acción plenamente legal al capricho de un grupo de manifestantes encabezadas por la titular de una dependencia de otro orden gubernamental, quien además decidió recurrir primero a la presión mediática sin antes siquiera entrevistarse con la titular de la Junta de Coordinación Política de la Cámara.
 
Quiero decirles que este politólogo cree en la lucha de las mujeres por el acceso a la igualdad, nunca he tenido empacho en decir que las mujeres congruentes en sus luchas dignifican la política. He dicho públicamente que para orgullo de todos, tres mujeres marcaron la diferencia en la legislatura pasada.
 
En este mismo espacio he reconocido que en el trascurso de mi vida profesional, académica y personal he tenido grandes jefas, maestras, compañeras de trabajo, socias y amigas, pues creo fervientemente en la igualdad. Pero creo también en la legalidad, en el absoluto respeto de los contrapesos del poder y sobre todo creo en la congruencia de mis ideales. 
 
Por decir lo que pienso en esta semana se me han calificado de “insensible” y “desinformado”, me han llamado machista, pregonero de un tal “patriarcado” y no sé qué tantos calificativos más. Pero dejo bien claro que los adjetivos que me gané por decir lo que pienso no estarán a juicio de él o la que me acusa desde la comodidad del feminismo burocrático, sino de algo más importante que se guardará en la historia, al menos en la mía. Además de ello quiero, para darle la vuelta a este tema que ya ha ocupado mucho de nuestro tiempo, reconocer mi admiración y respeto a quienes por decir lo que piensan se encontraron de frente con el muro de la intolerancia y la censura. Porque si algo tienen en común los y las enemigas de la razón, es precisamente la intolerancia del inculto y la soberbia del empoderado. Luego le seguimos...

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