martes, 29 de julio de 2014

Ley macana, la ineficaz intolerancia

Ley  macana, la ineficaz intolerancia.

J. Jesús Rojas Rivera / Politólogo.
jesusrojasriver@gmail.com / Twitter: rojasriverjesus / Facebook: Jesús Rojas
                                            
 Viernes 21 de febrero 2014

Resulta contradictorio y al mismo tiempo preocupante escuchar a los gobernantes expresar frases que denotan visos de intolerancia y abuso de poder. Dentro de una democracia, hablar de “cero tolerancia”, es jugar sobre delgadísima línea del autoritarismo.

La radicalización de la postura gubernamental para el cumplimiento de ordenamientos cívicos y de urbanidad, no ha probado ser buen remedio en sociedades donde se ha aplicado. Según Jhon Watson (padre del conductismo), el hombre en comunidad tiende a no respetar aquello de lo que no está convencido. Los procesos de socialización de un ordenamiento público son más complejos de lo que suponen comúnmente los gobernantes.

El ejercicio de la coerción y la sanción administrativa no disuade las conductas nocivas de una sociedad dañada en sus células, sus núcleos y tejidos. Las posturas radicales, lejos de mandar señales de avance y vanguardia, muestran desespero y ligereza en la toma de decisiones.

En los últimos años, diversos gobiernos locales en distintas ciudades de América Latina han caminado por el atractivo esquema de la “cero tolerancia”. Caracas, Managua, Tegucigalpa, San Pedro Sula, Maceio, Cali, Ciudad de Guatemala y Sao Paulo son ejemplos fallidos de políticas públicas extremistas que marcaron una tendencia errónea en las medidas radicales tomadas por sus gobernantes. En la mayoría de los casos, los niveles de violencia y los índices de criminalidad no bajaron lo esperado y en otros, se incrementaron. La “ley macana”, no siempre tiene los efectos que pretende la autoridad.

Medellín es una ciudad que vivió al azote de bandas delincuenciales. Fue cuna de uno de los hombres más peligrosos del mundo y centro de operaciones de un poderoso cartel colombiano de finales de los años ochenta y principio de los noventa. En las calles de Medellín reinaba la impunidad, la corrupción y la muerte.
En el ocaso y caída de la poderosa organización criminal, Medellín vivió días de sangre y destrucción. El tejido social quedó deshecho y la muerte “se puso barata”. Aquellos jóvenes que trabajaban en un sinfín de ramificaciones de las actividades ilícitas se quedaron de un día para otro sin “camellar” (trabajar) y, entonces sí, la ciudad vio la suerte en negro.

La autoridad pretendió recuperar la ciudad a golpe de plomo con la legítima fuerza del Estado, declarando una “cero tolerancia” verdaderamente estricta, dura, con toque de queda y cateos aleatorios, detenciones por sospecha e intimidación a todo aquel que pareciera ser “delincuente barrial”. El resultado fue alarmante, la violencia lejos de menguar, se disparó.

La sociedad civil preocupada, marchó contra la radicalización del ejercicio de gobierno y la criminalización de la juventud. Las familias de todos los estratos sociales, cansadas de ser tratados como delincuentes, se dispusieron dar un cambio y fueron a contra sentido de la “ley macana”. Decidieron recuperar ellos mismos a sus hijos y le exigieron al gobierno que hiciera lo propio con los espacios públicos.

Los padres se encargaron de devolver a sus hijos esperanza, fe y dignidad. Les hablaron sobre los contra-valores que los tenían de rodillas, como rehenes de una sociedad en donde se había perdido todo respeto por la vida humana. Hicieron círculos de fraternidad, comenzaron a entretejer de nuevo el tejido social, recuperando la relación con el vecino, las fiestas con los del barrio y los proyectos para mejorar su entorno y el de la comunidad.

Hoy,  la capital de Antioquia vive tiempos diferentes, sus habitantes disfrutan de una ciudad con crecimiento. Siendo el corazón financiero de Colombia, gozan de un decoroso índice de desarrollo humano. La Medellín de Pablo Emilio Escobar Gaviria no existe, dejó de ser, se transformó en una ciudad más limpia, mejor comunicada, equitativa, de óptimos servicios públicos, pero lo más importante menos violenta y más segura.
La reflexión en torno al caso, es la siguiente; ¿De cuál “cero tolerancia” habla el alcalde de Culiacán y Mochis? ¿De aquella que falló en San Pedro Sula, en Managua o Caracas o de aquella célebre y radicalizada postura de Rudolph Giuliani en Nueva York?

¿Las corporaciones y los instrumentos de justicia que tienen los alcaldes se parecen más al modelo americano o los infaustos casos latinoamericanos? ¿Confía la ciudadanía en la autoridad moral de sus autoridades? ¿Vale la pena anunciar lo que por obligación se debe hacer? ¿Logrará algo la radicalización de medidas? ¿Pueden las cosas cambiar de forma, sin cambiar de fondo?

Aprovecho para agradecer la confianza y el espacio a Editorial Noroeste, del mismo modo que agradezco a usted lector, el tiempo que le brinda a estas letras. Luego le seguimos…

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