Ley macana, la ineficaz intolerancia.
J. Jesús Rojas Rivera / Politólogo.
Viernes 21 de febrero 2014
Resulta contradictorio y al mismo
tiempo preocupante escuchar a los gobernantes expresar frases que denotan visos
de intolerancia y abuso de poder. Dentro de una democracia, hablar de “cero
tolerancia”, es jugar sobre delgadísima línea del autoritarismo.
La radicalización de la postura
gubernamental para el cumplimiento de ordenamientos cívicos y de urbanidad, no
ha probado ser buen remedio en sociedades donde se ha aplicado. Según Jhon
Watson (padre del conductismo), el hombre en comunidad tiende a no respetar
aquello de lo que no está convencido. Los procesos de socialización de un
ordenamiento público son más complejos de lo que suponen comúnmente los
gobernantes.
El ejercicio de la coerción y la
sanción administrativa no disuade las conductas nocivas de una sociedad dañada
en sus células, sus núcleos y tejidos. Las posturas radicales, lejos de mandar
señales de avance y vanguardia, muestran desespero y ligereza en la toma de
decisiones.
En los últimos años, diversos
gobiernos locales en distintas ciudades de América Latina han caminado
por el atractivo esquema de la “cero tolerancia”. Caracas, Managua,
Tegucigalpa, San Pedro Sula, Maceio, Cali, Ciudad de Guatemala y Sao Paulo son
ejemplos fallidos de políticas públicas extremistas que marcaron una tendencia
errónea en las medidas radicales tomadas por sus gobernantes. En la mayoría de
los casos, los niveles de violencia y los índices de criminalidad no bajaron lo
esperado y en otros, se incrementaron. La “ley macana”, no siempre tiene los
efectos que pretende la autoridad.
Medellín es una ciudad que vivió
al azote de bandas delincuenciales. Fue cuna de uno de los hombres más
peligrosos del mundo y centro de operaciones de un poderoso cartel colombiano
de finales de los años ochenta y principio de los noventa. En las calles de
Medellín reinaba la impunidad, la corrupción y la muerte.
En el ocaso y caída de la
poderosa organización criminal, Medellín vivió días de sangre y destrucción. El
tejido social quedó deshecho y la muerte “se puso barata”. Aquellos jóvenes que
trabajaban en un sinfín de ramificaciones de las actividades ilícitas se
quedaron de un día para otro sin “camellar”
(trabajar) y, entonces sí, la ciudad vio la suerte en negro.
La autoridad pretendió recuperar
la ciudad a golpe de plomo con la legítima fuerza del Estado, declarando una
“cero tolerancia” verdaderamente estricta, dura, con toque de queda y cateos
aleatorios, detenciones por sospecha e intimidación a todo aquel que pareciera
ser “delincuente barrial”. El resultado fue alarmante, la violencia lejos de
menguar, se disparó.
La sociedad civil preocupada,
marchó contra la radicalización del ejercicio de gobierno y la criminalización
de la juventud. Las familias de todos los estratos sociales, cansadas de ser
tratados como delincuentes, se dispusieron dar un cambio y fueron a contra
sentido de la “ley macana”. Decidieron recuperar ellos mismos a sus hijos y le
exigieron al gobierno que hiciera lo propio con los espacios públicos.
Los padres se encargaron de
devolver a sus hijos esperanza, fe y dignidad. Les hablaron sobre los contra-valores
que los tenían de rodillas, como rehenes de una sociedad en donde se había
perdido todo respeto por la vida humana. Hicieron círculos de fraternidad,
comenzaron a entretejer de nuevo el tejido social, recuperando la relación con
el vecino, las fiestas con los del barrio y los proyectos para mejorar su
entorno y el de la comunidad.
Hoy, la capital de Antioquia vive tiempos
diferentes, sus habitantes disfrutan de una ciudad con crecimiento. Siendo el
corazón financiero de Colombia, gozan de un decoroso índice de desarrollo
humano. La Medellín de Pablo Emilio Escobar Gaviria no existe, dejó de ser, se
transformó en una ciudad más limpia, mejor comunicada, equitativa, de óptimos
servicios públicos, pero lo más importante menos violenta y más segura.
La reflexión en torno al caso, es
la siguiente; ¿De cuál “cero tolerancia” habla el alcalde de Culiacán y Mochis?
¿De aquella que falló en San Pedro Sula, en Managua o Caracas o de aquella
célebre y radicalizada postura de Rudolph Giuliani en Nueva York?
¿Las corporaciones y los
instrumentos de justicia que tienen los alcaldes se parecen más al modelo
americano o los infaustos casos latinoamericanos? ¿Confía la ciudadanía en la
autoridad moral de sus autoridades? ¿Vale la pena anunciar lo que por
obligación se debe hacer? ¿Logrará algo la radicalización de medidas? ¿Pueden
las cosas cambiar de forma, sin cambiar de fondo?
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