Jesús Rojas Rivera/ Politólogo.
Ese día, llegó como siempre, con un café
humeante y oloroso. “Adelante bellacos, tomen sus asientos, que aquí sobran
pupitres y faltan alumnos”, nos dijo. “En China la cosa es al revés, sobran
alumnos, faltan pupitres, libros, comida, y todo, falta todo, menos ganas de
aprender, esas sobran”, nos dijo con un dejillo de orgullo en sus palabras.
El Dr. Jorge Cereceda, doctorado en la China
comunista de Mao, exiliado chileno, mi profesor de Historia Universal, nunca
comenzaba su clase sin hablar de los problemas del mundo. “Un politólogo debe
de ser un enterado, un conocedor de su entorno moderno, pero no solo de la
modernidad, también del pasado, de nuestro origen común, los problemas de hoy
fueron los de ayer y serán los de mañana, con otros actores, lugares, y por
otras causas, pero los mismos; la desigual distribución de la riqueza y la
lucha por el poder político, esa cosa que ustedes estudian”.
Ese
día inolvidable nos contó la historia, su historia. Sin precisión en fechas, yo
la supongo entre septiembre y octubre de 1973 en Santiago de Chile. Consumado
el golpe, los leales y círculos cercanos del Presidente depuesto, corrían
peligro de muerte. Iniciaba una cacería contra partidarios y funcionarios del
gobierno de Salvador Allende. Él trabajaba en una fundidora de acero, poco
antes nacionalizada, y coordinaba una liga pequeña pero radical de trabajadores
socialistas. Enterado de la traición de Pinochet y los generales a quién
llamaría "los rastreros", telefoneó con su mujer confirmando así los
temores, ya lo habían ido a buscar un destacamento militar que a punta de
fusiles allanaron su casa. Tenía orden de captura.
Debía
actuar rápido, con determinación y astucia. Supo de otros compañeros que habían
caído presos; los menos torturados, los más ejecutados. “Si cada trabajador
chileno hubiera tenido un fusil e instrucción militar, el golpe no se hubiera
consumado”, decía con lágrimas en los ojos. Los madrugó la CIA, los
traicionaron los cobardes, esos que lo perseguían sin tregua. Y buscó asilo en
las pocas embajadas que quedaban abiertas. Saltó una barda, y por obra del azar,
porque Dios no participa en golpes militares, cayó en tierra mexicana cuando la
diplomacia era otra, una de mayor respeto.
“Me
cambiaron por azufre” nos contó. México pagó el rescate a manera de trueque, Luis
Echeverría Álvarez, Presidente en tiempos de la “dictadura perfecta”, salvó la
vida de muchos chilenos que encontraron refugio en la embajada, después
llegaron a nuestro país decenas de intelectuales, académicos, artistas,
deportistas, empresarios y políticos, todos buscando refugio a la infame
dictadura.
“Deben
aprender historia para no cometer errores, al menos para no cometer los
mismos”, eran las palabras de nuestro profesor. A su manera, y advertidos por
él mismo de la subjetividad de sus historias, nos habló sobre la Revolución
Francesa, la Revolución Industrial, la Independencia Americana, la crisis de
los misiles, del exterminio mapuche, de la perestroika y la glasnost, de el
origen del hombre y su evolución, la organización social primitiva, la guerras
púnicas, las primeras creencias religiosas y el origen histórico del poder
político, entre muchos pasajes más.
“Que
nadie diga que sabe de política, sin saber de historia”, recalcaba con
severidad, y nadie decía nada en su clase, precisamente porque el profesor
Cereceda impartía una cátedra profunda, reflexiva y rebelde. Retaba a todos,
retaba al juicio de la Historia común, a la vulgaridad del mito histórico
construido desde la oficialidad. Saber de Historia no era memorizar fechas,
nombres y lugares. Para el profesor saber de historia era poder entenderla para
poder contarla. “Y sabrán de historia cuando sean capaces de contarla sin
olvidar los detalles importantes”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario